lunes, 7 de junio de 2010

Moscardón y el último romántico



El día. Los de allá corrían en calzoncillos con neumáticos inflados y mujeres en licras grises o negras que se postraban en la arena, celosas y alegres de todo, y se ensuciaban las manos y el pelo, para tener una boquita roja de tanto raspado de cola que se va mezclando con el mar y la espuma y el sol que moja cálido y verde. Lo demás era lo de siempre: los partidos de fútbol con arquerías improvisadas, los castillos de arena que parecían pilas de mierda, los turistas olorosos a bloqueador de coco, los cigarrillos, el aguardiente con sol en alto y cerveza fría… meros pretextos para no encontrarnos en la desilusión del azar. Figuran estas ganas de vernos llegar tan cerca, tan ajenos a todo y tan reales que parece mentira tanta coincidencia junta, tanto azar triste de llamarnos por teléfono y decidir encontrarnos en la playa. Sin decidir que yo como siempre llegando primero tenia que esperarlos y contemplar el paisaje que se me hacia cómico y homérico al mismo tiempo. Tanto para saber que aquí no se decide nada, se hace o se nace, como nace el amor o el miedo de morirse con los ojos abiertos y la boca llena de arena. Al final era lo que prevalecía en esta costumbre de afianzar el fin de semana viendo tanta ola y tanto sol. Se juntan el amor de los bañistas y los ojos asoleados de las turistas que saboreaban el mito de que aquí las vergas son más grandes. Pero se filtraba el miedo por que el mar tenía manos frías que podían reventar a cualquiera contra las piedras donde revienta todo. Todo ocurriendo en una gran visión panorámica. Mujer gritando. Niños corriendo. Ola que salpica. Mujer blanca con bloqueador busca. Sombra siamesa. Lentes oscuros en dos caras. Saludos. Pies patean balón. Sombra siamesa mas cerca. Arena en las manos. Niño enterrado en la arena. Hombre con neumático flotando lejos. Silbidos. Manos y pies chapaleando en la orilla. Pilas de arena. Sombra siamesa intensamente cerca. Lentes oscuros. Gritos de mujeres. Multitud corriendo a un costado del mar. Neumático sin hombre. La ola revienta en la piedra. Multitud grita. Sombra siamesa cariñosamente cerca. Mujeres llorando. Neumático en la lejanía verde del mar. Sombra siamesa aquí. Sol.


La tarde. Aquí todo se olvida, pero allá no, por que allá existe el sueño, porque allá existe la sonrisa en la oscuridad que todo lo regenera con Lavoe y la negra Celia. Entonces el día sigue siendo día en una calle de polvo y piedra; mientras aquí nos morimos de amores miopes y sueños de conocer Europa con la tristeza infinita que traen los aeropuertos. Olvidando con facilidad la amenaza de morirnos nos fuimos metiendo en el mar. Any al principio tenía pena. Era algo así como un trauma dejado por tanta televisión en la que sin problemas todos son bonitos y esbeltos. Lucho no aguantaba la risa de mirarla envuelta en la estupidez púrpura y translucida de un pareo. Pero ella se negaba con la mirada delatora de que me fuera a mofar por su figura regordeta. Y eso en general era lo que sucedía cuando salíamos los tres; sobre todo cuando cometíamos la hazaña colosal de salir al mar, tomando en cuenta que unos vampiros como nosotros no eran de estar allí, con tanto turista y tanto extraño. Preferí encender un cigarrillo y mirar al otro extremo de la playa antes que escuchar las conversaciones idiotas de Lucho y Any. Me conmueve la idea de descubrir que los de allá persisten. Lloran frente al mar como queriendo reclamarle algo. Los salvavidas daban empujones y anunciaban con pitos que todos se salieran del mar hasta que encontraran al ahogado. Solo que eso parecía ocurrir allá, en el mundo burbujiento y tonto de quedarse parados viendo agua y piedra. Aquí, pobres imbéciles, Any reía y besaba a Lucho que amenazaba con quitarle la parte de arriba del vestido de baño. Tan cansados de a-rru-rru-mi-niño-a-rru-rru-mi-amor y nada de Mambrú que se fue a la guerra y quiubo que no regresa pelao. Tiré el cigarrillo y me fui metiendo en el mar; para observarlos de lejos, para no mentirme a mi mismo, que tan cerca de Lucho miro a Any con la tristeza de haber perdido algo. Así como cuando uno ve que se acaban las novelas y empiezan los noticieros para decir que todo va de mal en peor, y mientras van mostrando muertos y muchachos con las piernas mutiladas, uno va almorzando con ese sadismo escondido y asqueroso de saberse indolente. Eso era el amor. Era ver los noticieros con muchachos muertos y madres con la vida despedazada y después, sin siquiera cambiar el canal, allí tienes a la mona que se besa con el muchacho desde el mismito día en que se gustaron y colorín colorado. Era entonces vernos a nosotros y darnos cuenta que vivíamos de esa forma tan abrupta y espasmódica, tan vivieron felices para siempre, y al día siguiente regresa la crisis y no olvides que eres el príncipe, que sin ti no hay final feliz, que a-rru-rru-mi-amor. Lucho era de entender eso, pero Any no; por eso era la belleza, las ganas de tocar, los gatos en mitad de la noche y los moteles verdes y púrpuras, en el que hay camas redondas y baños bonitos.


La noche. Lo encontraron húmedo y triste. Dicen que tenía un pescadito en la boca y cara de estar pensando, no de estar muerto. Será que la muerte es pensar hasta insolarse o ahogarse o quedar aplastado en una carretera. Pero no se trata de la muerte a todas estas, se trata de la vida; morir ahogado o aplastado no es morir, es un abrupto de la vida como cuando a uno el dado le marca tres necesitando cuatro para ganar. La muerte es quedarse detenido en una vitrina para mirar un par de zapatos, bailar tres o cuatro canciones sin darte la oportunidad de sentirte imbécil, es estar parado bajo un poste esperando el bus de las seis de la mañana; mas aun, es estar trabajando ocho horas diarias y luego salir caminando como si nada, sin fijarte que sobre tu cabeza titilan los astros, que tal vez no existes, que eres tan pequeño, mierda, tan pequeño para tanto universo en expansión; es eso, es ver a Any echar chistes y la neurona de la risa se activa, y ocurre el caos dentro de ti mientras acá afuera te ríes como un estúpido. La muerte es ver a Any cuando se está haciendo de noche y nos vamos caminando medio tristes medio alegres, con la ropa llena de arena y la sed inagotable de sentarnos en una tienda a tomar Coca-Cola. Verla a esos ojos de leopardo que guardan arena y sal de lágrimas.
Compramos tres gaseosas y tres cigarrillos. Fumábamos callados y observábamos las noticias de la noche. La pantalla azul mostraba la foto de un tal Lucrecio Bermúdez, albañil cartagenero que murió ahogado hoy a las horas de la tarde, al quedar enredado en la corriente de un espolón. Any aspiró una fuerte bocanada y preguntó con el humo adentro si ese no sería el de esta mañana. Nadie contesta. Tomo un poco de la gaseosa y lamento que en los noticieros no den detalles de los muertos; solo la foto del ahogado y la voz en off explicando profesión y lugar de residencia. Todo tan epidérmico, tan afuerita que no mencionan la cara de estar pensando, ni el pescadito que tenia en la boca. Casi por instinto miro a Any que se queda perdida en la imagen. Es verdad- pienso- tiene ojos de leopardo.



Más tarde. Eran los barcos desarmados, raquíticos, recostados al puente de piedra. De aquí para allá, de allá para aquí buscando el sueño. La memoria. Laguna fría laguna caliente laguna mía de motor a corazón y a arena. La ola revienta. Revienta en el barco una y otra vez, en el pobre barco desarmado, Splash, yo mirando con ojos cerrados de estar abiertos para no mirar, Splash y Splash, y los barcos desarmados… lloran, sin ojos, sin manos, solo oxido y piedras, lloran los amantes, lloran con aletas y escamas y a-rru-rru-mi-amor, mi amor de agua. Es el esperpento, estas ganas de decir las cosas así porque si, por tus branquias amor mío, por tu sal y tu espuma y tu motor que has robado a los barcos, a los tristes y feos barcos desarmados. Así se nos va la noche, en la violencia de tus ojos, en tu agresión de domador y bestia, todo en la estrella humeante que pasan tus manos a otras manos no mías. Como una canción…