viernes, 5 de febrero de 2010

Anhedonia



Encontraron una canción para jurarse muerte. La dejaron sonar la noche entera mientras miraban canales en la pantalla con un letrero rojo que decía MUTE. Quizá por eso, no escucharon los golpes en la puerta, los gritos, ni el disparo. Lo ocurrido fue solo cosas de la vida. Bestias en la sala. Floreros rotos. Rasguños y amor. Dos idiotas despidiendo el día por lo grande, en una casa alumbrada con lámparas amarillas y retratos de recién casados. El niño dormía en la habitación, o sacudía animalitos de guerra en plástico para distraerse de los gritos. De aquellos dos enfrascados en mostrarse los dientes y entregarse respuestas. Todo aquello desde la habitación alumbrada por un programa de persecuciones en la carretera. Ellos afuera. Él era gordo. Ella estaba loca. Ambos hermosos y horribles en el odio. Lucharon. Gruñeron. Babearon. Durmieron temprano.

A la mañana siguiente ella se movió emitiendo quejidos, rasgando la entretela del sueño sin poder salir aun de ella. Que dolor, dijo. Él alargó la mano hacia la mesita en donde aun descansaban los anteojos, los cigarrillos y una edición lujosa de Fausto. Del cajón donde guardaban la marihuana y las pastillas, sacó un par de ibuprofenos. Los colocó sobre el pecho suave de la mujer y le dijo: Octubre.

Era la entretela. Tampoco él había logrado salir y al otro lado de sus parpados se trataba de una pared coronada de vidrios puntiagudos y verdes. El sol destellaba en cada pico de cristal. Era su antigua casa. Lo supo porque nuevamente estaba aquel olor y en las dos ventanas del segundo piso asomaron cuatro mujeres sacudiendo los zapatos del padre. Detrás de la casa la pared y mas allá el mar. Un lugar donde podía escuchar las olas ir y venir. Una pared a los ocho años. Una cajetilla de fósforos Tres Estrellas sobre la grama reseca del patio.

Ella, también enredada en su aquí y su allá, escuchó la palabra. Permaneció sin movimiento. Intuyó que era mejor esperar una corroboración, o acaso que soñaba ser una habitante del mar que salía a la superficie y observaba una pared coronada de vidrios y un cielo azul, como las escamas de sus brazos. El resto del cuerpo con piel humana fue emergiendo lentamente y empezó a caminar sobre el agua. De pronto había un olor. Una columna de humo al otro lado de la pared. Sus brazos azules le parecieron ajenos y los movió con brusquedad. Las pastillas saltaron de su pecho y cayeron al piso. Despertaron.

Primero fueron preguntas vagas. Pequeños tanteos para corroborar que se ha naufragado al día siguiente sano y salvo. La tomó del brazo para inclinarse y correr la cortina detrás de la cabecera de la cama. La luz de un sábado les quemó tiernamente la piel. No hablaron. Observaban las imágenes mudas del televisor. Un jugador de futbol gritaba ante un público enloquecido. Otros corrieron detrás de él y le saltaron encima. Las gradas se sincronizaron brincando a la vez. La pila de hombres felices. Los humos de colores. De pronto se van desmoronando uno a uno. Se van despegando hasta reducir el montón a un solo hombre en el suelo. Las gradas siguieron brincando pero el hombre no se movió. Entonces fue como si algo se derrumbara. Las gradas perdieron sincronía. Alrededor del hombre habían jugadores de ambos equipos y de un costado salieron corriendo los enfermeros. Le tomaron el pulso. Lo movieron. Luego lo cargaron y salieron corriendo con él. Algunos jugadores lloraron al instante. Otros simplemente se fueron.

- Es como la vida – Se atrevió a decir.

Ella no contestó. Se encontraba distraída, mirando fijamente el letrero de MUTE. Aquel rojo resplandeciente le arrojó recuerdos de la noche anterior. El olor a otra mujer y la cara de susto que puso el hombre cuando en mitad de la cena, con un pedazo de pollo templando en la punta del tenedor, se atrevió a encararlo. Los vecinos los escucharon gritar y los que pasaban por la calle vieron el par de sombras danzando bruscamente bajo las lámparas amarillas de la casa.

Se imaginó detenida allí, en mitad de la calle, observando la sombra del hombre luchando con la suya. Los gritos. El forcejeo de un lado a otro que los fue uniendo. Quitándose la ropa. Dos animales sobre la mesa del comedor.

- Pobre tipo, como se llamará. – Volvió a decir el hombre.

Y se inclinó para buscar el control del televisor en el piso. Luego la miró, aun distraída, concentrada en el letrero que decía MUTE. Tuvo que estirar el cuerpo para subir el volumen desde el aparato y que desapareciera el letrero. Cuando lo hizo la mujer reaccionó.

Entonces sintió rabia. Se fue deslizando suavemente hasta salir de la cama. Estando de pies, se fijó en la imagen de aquel hombre envejecido, con un poco mas de barriga, que volvía a ser su marido en la mañana de un sábado, en aquella casa y en aquella vida de mierda.

Anhedonia. Se dijo así misma, y abrió la puerta para salir. El hombre la escuchó cerrar la puerta y caminar hasta la sala mientras reanudaba la búsqueda del control. Parecía atrapado entre las sábanas. Tanteó con las manos y se puso de pies. Aquella calva insipiente saludándolo al espejo cuando caminó hacia el tocador le hizo recordar la noche. Los golpes y rasguños en sus brazos. Las bestias.

Con el recuerdo de la otra mujer, como niño travieso, buscó el celular entre los pantalones patiabiertos a un lado de la cama. Sentía a su esposa registrando en la cocina. El sonido de los cajones. El tono de marcado. Un olor familiar.

La mujer expulsó humo ante la ventana y la luz del día. Las volutas redondas y un extraño gesto, como si algo le doliera. Se lo imaginaba llamando a la otra mujer. Se sorprendió de su propia astucia e inhaló otra bocanada. Los ojos anclados en la cajetilla de Marlboro que aún sostenía entre los dedos giraron hacia un lado, queriendo ver detrás de ella. Apagó el cigarrillo y dio media vuelta.

Encontró la sala con ventanas que daban hacia el jardín y la calle. Los muebles de cuero negro. Dos cojines verdes en el piso. Encendió un nuevo cigarrillo. Le parecieron dos planetas. Uno llamando al otro sin recibir vibración. Era perfecto. Aquel suelo le era tan vacío como el espacio, que estaba lleno de todo. Una cosa penetrable. Defectuosa.

Acaso fueron los años que la obligaron a ser una mujer con el cabello enrojecido, evadiendo una vejez que se le avecinaba con los cuernos en punta, pero en aquella caminata de recién levantada, después de sentir todo aquel vacío irreparable, se fue al baño, encendió el tubo parpadeante de la luz y se enfrentó.

Sin perder de vista la curvatura de su rostro en el espejo. Con la boca abierta, con el cabello negro y cortado por ella misma, volvió al recuerdo de la noche. Después del odio y la lucha en la sala se arrastraron hasta la habitación intentando no despertar al niño. Ella permaneció en la puerta, mirándolo buscar en el computador. El lugar volvió a serle vulnerable. Una llaga para introducir los dientes en su realidad. Olerla a culo y a pecueca con humo de cigarrillo en aire acondicionado. Él ladeó el cuerpo para mirarla.

- ¿Cómo es que se llama? – Preguntó sin quitarle los ojos de encima.
- ¿Qué cosa?
- La canción. – El rostro a medio lado. No era un mal hombre, pero si un estúpido.
- Say no more. – Contestó dando media vuelta hacia la sala.

El hombre no conocía la canción y demoró en encontrarla entre los archivos de música. Ella fue al baño y encendió un cigarrillo. Observó la ropa interior del niño sobre las baldosas verdes y las chancletas del hombre. Unas tijeras sobre el lavamanos. Su cuerpo reflejado, con una melancolía que también conservaba en ese instante, arrojada al día siguiente, después de una noche de cortarse el pelo y culear por lástima.

Una tonada más y la voz de la contestadora. Quería pedir disculpas. Reclamar otra oportunidad para ser tentado. Volvió a marcar, intentando moverse lo menos posible. Pasar desapercibido a la intuición de su mujer, como si aquello fuera un animal invisible asechándolo. Eran raras las veces que lograba sentirse amenazado cuando en verdad estaba solo, jugando al idiota ante él mismo. Sintió el temblor en sus piernas. Aquella sospechosa calma enfriando las baldosas. Otra vez habló la contestadora.

Apagó el celular y lo guardó en el cajón de la mesita de noche. Allí mismo encontró el control y se sintió estúpido por todo eso de haber metido la mano antes para sacar una pastilla y luego perder media mañana buscándolo. Se acordó del sueño. El fuego sobre la grama. Aun no sabía qué significado tenía soñar con un incendio. Ella sí y por eso sonrió ante el espejo. Una revista esotérica para nuevas brujas le había enseñado que el fuego en los sueños pronostica la superación de dificultades, la victoria sobre los enemigos. Pero en aquel sueño ella se encontraba separada. Lejana a la victoria por una pared y agitando unos brazos con escamas azules. No recordaba si después de eso se la tragó el mar. Ojalá que sí. Se dijo a los ojos antes de apagar la luz.

El hombre cerró la puerta a su espalda. En ese instante la mujer caminó del baño a la habitación del niño. Ambos se ignoraron. Él siguió hasta la puerta de la casa, descamisado y enfundado en los pantalones que recogió del suelo. En uno de los bolsillos tanteó la cajetilla de cigarrillos y salió a fumar. Ella entró en la oscuridad hedionda y cerró la puerta recostando el cuerpo. Iniciaba su melodrama. Aquel espacio de soledad con el niño para mostrarse víctima y devorada. Sus ojos se acostumbraron lentamente a la penumbra.

Los de él lloraron. El sol los hirió con fuerza cuando salió al jardín inhalando humo. Sobre la grama recogió el periódico y se distrajo mirando la calle bañada de sol. Ningún vecino a la vista. Barrio antipático. Jaulas con casas con gente adentro. En un rincón de las rejas el animal acostumbrado. Cada día le empeoraba la sarna y los ojos se le nublaban de lagañas. El hombre lo observó a la nuca, mordiendo algo entre las patas.

- Joe – Lo llamó.

Ella intentó no hacer ruido. Observó el niño acostado boca abajo con un calzoncillo ridículo. Lo tocó. Estaba húmedo. El olor a orín impregnaba el lugar pero le pareció agradable. Le gustaba sentir aquella naturaleza del hijo ensuciándola. Tener a diario la justificación de su cuerpo rondando la casa, enmendándolo todo con lazos que el mismo romperá, cuando sea un hombre y se descubra solo, jugando a la vida. Le acarició los cabellos rizados. Lo mordió suavemente.

El perro no reaccionó. El hombre lo llamó dos veces más pero siguió mordisqueando aquello que tenía entre las patas. Entonces le lanzó la colilla encendida. Joe se movió con brusquedad, dejando caer el pájaro decapitado. Las alas casi azules pero negras. Los gusanos blancos emergiendo cerca de las alas. Volvió a recordar la pelea de la noche y el sueño con el incendio. Joe movió la cola, intentando contentarse con el hombre acodado al otro lado de las rejas. Nerviosamente mordió el pájaro y escapó, cruzando la calle. El hombre lo vio correr.

La mujer lo vio patalear. Abrir los ojos. Mami. Y sonrió. Era la mejor parte del día. Algo en ella podía percibirlo interiormente. Una intuición que aprendió a interpretar con los años. Sentía al niño como una pelota pesada flotando entre su pecho y su espalda. Justamente el peso de su alma, o al menos eso creía. Su deseo siempre temprano de despertar a salvo, atrapado por ella. Volvió a morderlo. En los pies. En los muslos. El niño reía. Su rostro dibujó una mueca horrible.

Sobre el pavimento quedaron un par de gusanos. Los observó arrastrarse con prontitud, intentando conservar aquella existencia vulgar y carroñera. Tarde o temprano se los comerán también los pájaros, dijo en el momento que giraba sobre sus talones para entrar nuevamente a la casa. Pero se detuvo. En la fachada, sobre la puerta, encontró tres impactos de bala. Se acercó para tocar los agujeros. Cañón corto. Una simple amenaza. Dio media vuelta hacia la calle asoleada, apenas atravesada por una bicitaxi y dos adolecentes saludables vestidas para jugar tenis. El carruaje era tirado por un negro flaco que sudaba inhumanamente. Atravesaron la calle sin que el hombre dejara de mirarlos. A esa hora cualquiera le parecía depredador. Volvió a mirar los agujeros sobre la fachada, un poco más arriba de la puerta abierta. Desde allí también podía mirar la sala repleta de libros. Entró.

Ella escuchó la risa del niño que pataleaba. Aquella intermitencia de carcajadas descendió tiernamente a una respiración suave. Sintió ternura por toda aquella naturaleza en el niño que abrazaba. Pegó su rostro a la barriga y cerró los ojos para respirarlo mejor. Su imaginación le hizo visualizar un desierto, una extensión infinita de arena con nubes bajas. A un lado de su campo visual habían dos perros. Uno devorando al otro. Abrió los ojos con la decisión tomada. Sin decirle nada al niño se puso de pies y caminó hasta la puerta. Desde allí dio media vuelta y lo miró, mirándola. Luego salió.

Pensativo en mitad de la sala, el hombre sorprendió a la mujer saliendo de la habitación del niño y entrar a la de ambos. Cuando giró para cerrar la puerta, ella lo descubrió con los brazos caídos y las piernas ligeramente abiertas. Conocía aquella pose cansada que adoptaba él cuando temía. Él conocía aquella mirada cristalina que lo esculcaba hasta el último rincón de su integridad.

Incomodo, dio media vuelta y fue hasta uno de los cojines. La mujer entró a la habitación. Podía escucharla abriendo las puertas del closet, corriendo la cama con ruido y sacar una maleta de abajo. No quiso detenerla. Parado sobre el cojín se sentía inalcanzable, a años luz de todo aquello que ahora le ocurría. Le bastaba con aquella ventana separándolo de la calle y el calor, con aquel vidrio empolvado sobre el que deslizaba los dedos hasta escribir: YA LO SÉ. Con aquel naufragio.