jueves, 28 de mayo de 2009

La gracia de ser soldado



Empezaré diciendo que ignoro como llegué aquí. La última dosis había funcionado a la perfección. Hasta la vieja tendera de la esquina me pareció amigable. Venga mijo y cómase una empanada, yo lo invito. Y yo preguntándome tantas cosas. Gracias doña.

Fíjese como son las cosas. Caminé unos cuantos pasos hasta el mostrador y allí estaban; como humeantes lunas amarillas recién pescadas del rio. Las preparé desde esta mañana para usted porque me dijeron que se va del pueblo. Estaban ricas las empanadas. Me hicieron recordar a Rocío; la muchacha que vende empanadas en la carretera. Rocío tan mojada; sonriendo con un bigote de gotas de rocío.

- Sí, nos vamos tres del batallón.
- ¿Y porque? - La vieja no perdía tiempo.
- No sé, que allá nos dicen.
- Ya veo ¿Mijo y que quiere tomar?
- Una naranjada.

La vieja entró a gachas por la puertecilla del mostrador y sin levantar la cabeza se puso a buscar la gaseosa. Luego apareció con la bebida y dos empanadas más. Rocío. Me las comí en silencio, mirando una telenovela. Al rato entró una gallina por la puerta. Apenas sintió la diferencia entre la tierra y las baldosas afinó el paso. Al instante apareció la vieja lanzando escobazos y maldiciendo. La gallina comprendió la agresión y contrariando el temperamento predominante en su especie enfrentó el reto. Aleteó. Brincó. ¿Voló? Esquivó toda una suerte de escobazos y abyecciones que rompieron el florero del mostrador. Luego la victoria. Su grito jubiloso de alas abiertas y veloces patas amarillas alejándola de la casa.

- Esos pajarracos.
- Muchas gracias doña. - Y le tiendo el vaso con hielo.

Nos despedimos de abrazos y bendiciones. Antes de que me fuera me preguntó si era verdad que habíamos encontrado a Ingrid. No sé. Ella piensa, como casi todos en el pueblo, que por ser soldado puedo contestar a todas las preguntas. ¿No han dicho nada en el noticiero? Pero me había alejado lo suficiente para fingir no haberla escuchado.

Caminando de regreso compré cigarrillos y mentas. Una leve llovizna caía vertical, como cuchillas sobre el pueblo. Bajo aquella fragmentación caminaba, sin importarme mucho llegar empapado. En la calle se sucedían encuentros: un chivo amarrado a una columna; un burro; cuatro perros corriendo detrás de una perra en celo y otras señalándome. Invitándome a que nos saquemos las plumas bajo el mosquitero.

- ¡Lago! Venga acá mano que tenemos que hablar.

Cubiertos del agua bajo la carpa del billar estaban Barriga y Méndez (Los otros dos que abandonaban el pueblo). Que hay mijo, tómese una cerveza. Y yo todo empapado. Abriendo el paquete de cigarrillos y encendiendo uno con ansiedad. No puedo tomar, me están medicando pastillas. Barriga sacó de su bolsillo una caja de ansiolíticos, tomó tres y los puso con la cerveza sobre la mesa. Méndez reía. A él no lo había vuelto loco la guerra. Creo que le gustaba. Para él todo este cuento de la vida no es muy distinto a un partido de fútbol. Algunos se pierden de manera irremediable. Otros no.

- Bueno, pero solo esta vez. – Dije antes de darme cuenta de la cursilería que encerraban aquellas palabras.

Barriga chifló y dando grandes palmadas pidió a gritos otra cerveza y un aumento en los decibeles de la radio. Una muchacha muy bonita apareció con la cerveza. No tenía zapatos. Solo aquel peinado para repeler el calor y el conjunto de blusa y short rojos. Las nalgas redondas y pequeñas como pomelos, temblaron poco cuando Barriga les dio un manotón mientras decía:

- Les presento a mi mujer muchachos.
- Mucho gusto ¿Desean algo más?

Muy bonita, pero me gusta más Rocío. No gracias. Afuera empezaba a disminuir la lluvia. El aire intercalaba entre calor y frio debido al paso de algunas nubes. Barriga y Méndez se entretuvieron cantando fragmentos de canciones y haciendo tintinear las botellas. Catorce, quince. Las cosas pasando demasiado rápido. Dieciséis, diecisiete. Todo gratis; la música a todo volumen y yo pensando en Rocío. Dieciocho, diecinueve. Vomito. Bailo. Rocío y su pie de esponja, aquí en mi vida de agua.

- Las veinte horas muchachos, ya nos tenemos que ir.

La base estaba a pocos kilómetros del pueblo. Distancia que se duplica a la velocidad de tres borrachos caminando a un costado de la oscura carretera. La noche se volvía a meter en lluvias. Todo era confuso y al caminar mis ojos se detenían en las luces de un auto a la distancia y en el pavimento. No era una borrachera normal. Tenía algo de levedad y vértigo, algo de sutileza amedrentada por la vista sucesiva del auto y el asfalto. El auto. El asfalto. El auto. El asfalto. ¡MARICA NO AGUANTO MAS!

Barriga se desplomó y Méndez y yo tratamos de reanimarlo. Pero llueve tanto que a uno le entran unas ganas repentinas de ser árbol o hierba, y quedarse tendidos a un costado de la carretera, haciendo señas al auto que se acerca con un sueño de hojas secas en el agua.


¿Nos despertamos? No sé. Es difícil narrar esto de ahora en adelante, pero cuando abrí los ojos lo primero que vi fue la mano de la maquillista y el espejo sobre el que se estrellaban las potentes luces de unas spot. No pude sino volver a cerrar los ojos.

Inmediatamente me los maquillaron. Con una esponja suave me los pintaron de azul con morado y blanco. Yo vi los colores cuando abrí un poquito los ojos por accidente. Porque yo quería tener los ojos cerrados y respirar el olor de la maquillista; ese sudor axilar que se ha secado y huele tan parecido al sexo, al amor. Y es que uno de soldado no es que pueda amar mucho. Dígame ¿Qué mujer de soldado es del todo fiel? Uno termina muerto y ellas terminan montando una tienda con el nombre del marido. Se venden aretes y pulseras; pastelitos y jugos naturales. También se venden minutos a celular. No sé. Ya dije que esto se iba a poner muy difícil de contar. La maquillista estaba dándole color a mi ojo derecho. Lo dejaba morado, inflamado. Lo dejaba asqueroso como si me hubiera mordido un perro allí. Luego se fue hacia atrás. Dos pasitos. Su olor tan lejos y ella que dice entre dientes: ¡perfecto! Entonces me dan vuelta en la silla y me dicen: ¡Quítese la ropa! Yo hice caso porque me lo ordenó un superior y allí mismo apareció un tipo disparando luces por un ojo cristalino, de cíclope. ¡Tómele más fotos, tómele más! Y usted arquee más la espalda. Que se vea lo mal que ha hecho las cosas en la vida. Que cuando la gente lo vea piense que nunca fue a misa y que nunca hizo una tarea. Como gritaba mi superior. El fotógrafo estaba nervioso de tantos gritos. Yo arqueaba la espalda y él disparaba luces. Mi superior hablando para que el mundo se moviera, y el mundo giraba a su alrededor. Es que esa es la gracia de ser soldado. Ser la autoridad de… No sé. La autoridad de algo. De lo que sea. Entonces me dijeron ¡Párese! Pero de muy mal carácter. Y yo quise replicar pero inmediatamente me gritaron, y salieron otros a defender a mi superior y uno de ellos me pegó un puño en el ojo que mas me habían pintado. No sé de dónde venía la música pero lo que sonaba a lo lejos era el himno nacional. ¡Claro que mi superior tiene motivos de sobra para castigarme de esta manera! Seguro que la cerveza y las pepas me sentaron mal y me puse a cantar como loco, a bailar y a recitar poemas. Pienso todo esto al tiempo que abro los brazos para dejarme pegar. Al tiempo que me dejo insultar por la patria. En nombre de la patria. Y abro los ojos desde el piso para ver. Y me acuerdo de la vieja de la tienda que fue tan amable. Pero ya me estaban cargando a golpes. Me llevaban con la patria lustrada en sus botas y cuando el himno dejó de sonar pude escuchar a la gente gritando. ¡Ingrid, Ingrid, Ingrid! Y dije ¡Claro! Porque en ese momento entendí todo. Entendí que era esa cosa de cuidar, defender y humillar a un país, pero luego lo olvidé. La gente aplaudía cuando perdí la conciencia.