jueves, 25 de junio de 2009

Toñito en las libélulas



Caminaba con los zapatos más horribles de mi vida. Unos armatostes de cuero envejecido achicharrándome los pies en el calor del pavimento. Aun faltaba buen trecho para llegar al zoológico; así que decidí hacer estación en la Librería Nacional y comprar un regalo para Laura. El portero me abrió paso con reverencia, y recibió con amabilidad las flores que le entregué. El olor de los libros. Poca ecología y más hedonismo. Bastante tienen para contar los árboles. Pero la mano del hombre es fuerte y aniquila, tatúa la historia del árbol con la del hombre. La muerte física y la muerte sentimental. El libro es un cadáver doble. Me detengo en un titulo extraño. Una vieja e imperceptible señal de la que se valen los libros para detener a un posible lector. Una vieja historia. Stevenson riendo. La edición es diminuta, pero de pasta dura y bordada. Ilustraciones en blanco y negro de Jekyll y Hyde. Camino con el libro entre mis manos y llego a la caja. La señora que me ve llegar recibe el libro y lo pasa por el lector de códigos. Las maquina suena. Stevenson muerto. Electrocutado. Me lo entregan en una bolsa junto con un tiquete de pago y una horrible sonrisa. Me marcho sin decir gracias.

Salgo a la calle con la bolsa en una mano y las flores en otra. Camino, bajando de la calle de la moneda al parque Fernández Madrid. Una mujer vestida a rayas pasa a mi lado, mirándose los ojos en un espejito de mano. Tropieza con la bolsa donde tengo el libro pero no se detiene. Un carro blanco sale de la esquina por la que dobla la mujer y avanza trabajosamente, acercándose a medida que esquiva peatones e insultos de los que comen en la mesa de fritos de la esquina del parque. Palomas. Policías. Teléfonos apagados y siestas.

El parque es una plataforma rectangular con jardineras, entradas en las cuatro esquinas y dos laterales. Entro por la izquierda, pasando al lado de la carpa de policías. Inmediatamente los árboles y las putas. Viejos alcohólicos. Colonia, licor y tabaco en un solo aliento. Esperando la muerte y malgastando la pensión. No contemplan otras posibilidades. Otros ojos. Laura lejana y presente siempre. En el centro del parque, ante la mirada amanerada del la estatua, encuentro una banca disponible. Me siento con cuidado, para que no se me arrugue el pantalón. Espero que las palomas no me caguen.

Saco el libro de la bolsa. Mejor así. Que no se note que lo compré para ella, que crea que es mío. Bonito libro. Por una de las esquinas entra una puta caminando, trae un vestido azul eléctrico al que le sostiene la tela del pecho con las manos. Se nota que se lo rompieron en una riña. La mujer camina despeinada y llora. Otra mujer mas corpulenta entra (bermuda de jean asomando las gordas y ennegrecidas nalgas que tiemblan a cada paso que da). La mujer de azul gira la cabeza y la ve. Intenta correr pero la otra estaba poseída por la ira. En un par de segundos tenia a las dos mujeres revolcándose y gritando ante mis pies.

La de azul se valía de la zarpa. Pero su furia gatuna parecía obsoleta ante la histeria de elefante con la que la gorda se lanzaba una y otra vez sobre su cuerpo escuálido. Muecas horribles. Gritos. Tetas desbordando de sus nidos de tela. Hombres riendo. Mirando. Corriendo. También las mujeres. Estaba rodeado por una corte que me acompañaba a mirar el espectáculo a mis pies. Qué pena si Laura me ve en estas.

Me coloco de pies y salgo del círculo, con el libro en la mano y las flores apretadas entre mi brazo y mi tronco. El grito de las mujeres me llegaba con claridad. Peleaban un billete. Un trozo de papel escondido en los bolsillos hediondos de un hombre humilde que no espera otra cosa de la vida que una muerte vulgar. Antes de salir del parque escucho los golpes de las mujeres y los aplausos de los hombres.

Entonces recuerdo los zapatos. Los siento tambalear en mis pies porque me quedan flojos. Y hace calor. Camino las calles de Sandiego, mirando pasar las casas altas a lado y lado. La esquina con salseros de tiempo completo tirando paso y haciendo tertulia. Me saludan de lejos. Lentes Rayband para esconder. Cervezas deshelándose como sus corazones sobre la mesa. ¿Cómo te va Toñito? Donde están, y que se hicieron los cuatro pesos que deje ayer. Bien mi hermanito, aquí en la lucha. Contesto. Donde están y que se hicieron los cuatros pesos que deje ayer. Y de repente, lo indeseado. Uno de ellos se coloca de pies y abre los brazos como un golero. Inclina el cuerpo con sonrisa idiota y lentes Rayband para esconder, arrastra una silla y grita. Pero acércate mi hermanito, tomate una fría con la gente. Los otros dos contenían la carcajada. Sus rostros se tornaban de un rojo sudoroso y con tufo. Dientes amarillos y hielito tintineando. Donde están y que se hicieron los cuatros pesos que deje ayer. La canción no paraba de repetir lo mismo. Antes de cruzar la calle miro a ambos lados.

Me siento, con los tres tipos sonriendo detrás de sus lentes oscuros. Cuéntame Toñito, ¿Qué has sabido de Laurita? Me pregunta Eduardo Restrepo, que está sentado a mi derecha. Alfredo y Navarro a mi frente e izquierda soltaron la carcajada. Dientes amarillos y gotica de saliva detenida en el aire. Deben tener los hígados del mismo color de los lentes. Precisamente voy a encontrarme con ella. Pérez escucha la carcajada de la mesa y se acerca riendo. No tiene lentes oscuros pero si unos fondo de botella. ¿Entonces Toñito, como anda Laurita? Me pregunta. Donde están y que se hicieron los cuatros pesos que deje ayer. Bien mi hermano, me voy a encontrar con ella ahorita. Navarro tiembla con la carcajada y me garra del brazo para preguntar gritando ¿Oye y para donde van, para el zoológico o para el aeropuerto? Cerveza goteando sobre la mesa como sus corazones. Me inclino la botella que me colocan al frente. Bebo de prisa. ¿Cuéntanos de nuevo como es esa historia Toñito? Navarro sonriendo. Tomate podrido. Donde están y que se hicieron los cuatro pesos que deje ayer. No respondo. Me coloco de pies y camino hacia el baño del bar, ignorando las carcajadas y chistes de los hombres.

Es una cueva diminuta, con baldosas blancas, un lavamanos y un orinal goteando agua perfumada. Una luz amarilla, parpadeante, con una libélula pegada al calor. La sombra de sus alas se expande por las baldosas. Entro a su territorio aéreo. Acomodo el libro y las flores sobre el lavamanos y camino hasta el orinal. Mis ojos se detienen en las baldosas, dejando que mis manos hagan el trabajo. El pequeño durmiente se inflama en un vómito cálido y a presión. Entonces bajo la mirada y contemplo. Lo inevitable. El cadáver de la libélula en el agua perfumada y bajo el chorro de orín que me satisface. Las alas verdes. Pegadas. Los ojos enrejados de su ausencia.

Me sacudo y la miro. Sin dejar de hacerlo camino hasta el lavamanos para lavarme. Entonces no me había dado cuenta. Hasta dejé de mirarla por un momento para untarme las manos con la pastilla mugrienta de jabón. Pero luego, cuando tomé el libro y las flores y miré de reojo al espejo para verme calvo y gordo, un poco más viejo, cuando miré a la libélula aletear en la luz sin dejar de mirar a la muerta, comprendí que no podía abandonarla a este lugar. ¿Una guerra? Una viva y otra muerta. Tan cerca de la luz, como sin ojos. Y la otra, comiendo sin ojos. Con dos esferas cuadriculadas pegadas al rostro y unas alas verdes y brillantes adheridas a la losa por el orín y el agua perfumada.

Yo te entiendo. Es la muerte. Solo la muerte. Te ofrezco un cuadrito de servilleta para que descanses en él y sueñes que vuelas sobre el prado, con un sol para ti sola. Te tomo con cuidado de no romper tus alas. Libélula Laura. Muerte enana. Vestidito de baño negro y brillante, chapaleando en el agua como una foca. Amor mío. Libélula mía. Te cubro en la servilleta y hago con ella una cama para tu vuelo. Te deposito en un bolsillo de la camisa. Laura y el mar. Las olas y Laura mordida por las piedras y los cangrejos bajo el espolón. Salgo del baño sin apagar el sol.

Para ti, traigo mi guaguancó, triste es su canto, sabor a llanto y a soledad. Trompetas. Bolitas de servilleta mojada a un extremo de la barra. Vasito. Libélula y Laura de mi lado. Caballito del diablo, le dicen. Entonces Toñito, yo pensaba que te habías encontrado con Laurita. El diablo usa lentes oscuros, escucha salsa y se ríe a toda hora. Atravieso el local y cruzo la carretera sin despedirme.

Sol. Las paredes carcomidas de las casas con anuncios de difuntos y posters publicitarios de algún negocio local. Vasito plástico a ambos lados de la carretera. Sandiego, el reino del Tuchín. Por donde metas el ojo hay alguno esperando a tus súplicas de hombre cansado, o de medio huevo hablador de barrio. El tinto a doscientos y a quinientos. Todo depende. También se vende galletica club social y bon bon boom, para vacilarla comiendo chicle después del tinto. Las personas atraviesan las calles como un hormiguero desordenado. Y son de las que pican y dejan ronchas. Negritas. Pelitos chamuscados y la sal impregnada en la piel, como escharchas de una nostalgia que nos antecede. El circo teatro arruinado ante la economía imponente de las grandes cadenas de supermercado. Una inmensa bodega anaranjada con alma de tienda. El arco de piedra. A ambos lados hay un letrero invisible que parpadea todo el tiempo, BIENVENIDOS A LA RUINA ¿De qué lado de la ruina me espera Laura?

Virgo en el zodiaco. Eso si se le notaba a Laura. Y en el zoológico de seguro que lo fuera también. Efectos de la memoria mientras los zapatos acribillan mis pies a un costado de la carretera. Viejo estruendo de buseta desarmándose en la velocidad y la briza. Un carro blanco (el mismo de la esquina del parque) con la mujer limpiándose la pintura escurrida de los ojos por un espejo. Encuentros. Cuando me encuentre con Laura le voy a contar de la libélula que tengo en el bolsillo, y le voy a regalar el libro y las flores y si la quiere, también le regalo a la libélula que duerme en la servilleta. Y le voy a dar un abrazo porque ya estoy llegando a la playa y no hace calor. Hace sol pero la briza es fuerte y yo camino hacia la briza. Con un cadáver doble con la risa de Stevenson y el cadáver de unas flores y este viejo cadáver con el que me arrastro por el mundo. El zumbido en mis orejas. Laura y el viento. Cruzo la avenida que separa a la ciudad del mar.

Y por un momento fui solo eso; el viento que me desgarraba la ropa, llenándome de hidrogeno como a un globo en mitad del huracán. Un gordo corriendo aparatosamente, abriendo los brazos en mitad de la avenida, que a ratos parecía levitar en mitad de la brisa que lo envolvía, con un par de alas brillantes y dormidas impulsándolo a la altura del corazón. Y las olas. y Laura. Nunca Laura. Siempre las olas, aunque no eran las mismas.

Cuando pisé la arena fue el recuerdo. El hueco con forma de tobogán que se esconde a la vuelta de mis ojos y por el que me deslizo delicadamente hasta caer en mi interior. El viento. Igual de fuerte que ahora. Y aquella tarde amarillenta con Laura corriendo por la orilla de agua. Resortes de cabellos a ambos lados del rostro. Mueca. Ola. El punto naranja y bamboleante de una bolla de seguridad deslumbró en los ojos de Laura. Una carrera hasta la bolla y nos devolvemos. Salió corriendo con los hermanos y con Navarro, que no tenía bigote y era el primo. Después llegó el ruido. La tarde inclinada y sucia de aquel día donde Laura entró al mar para no volver.

De todo aquello me ha quedado el viento que ahora grita en mis oídos. Y la visión de las olas, tan parecidas a estas. Las olas. Abren y cierran la boca espumosa con la que devoraron a Laura para lamerme las manos. Me piden el libro y las flores, los cadáveres. Me piden. Pero no me doy. Me pegan.

Me lanzan una zanahoria que suena tac cuando pega sobre mi calva y que luego cae en el agua, tragada por el huracán de corrientes que años atrás se tragaron a Laura. Entonces Toñito, y como anda la causa. Alejandro se acerca caminando hasta la piedra. Está desnudo como es costumbre, y espera a que su padre regrese de pescar. ¿De dónde es que sales tu tirando zanahorias a esta hora? Se ríe. Su piel es brillante y oscura, como una piedra mojada. Esa zanahoria me la encontré por allí, seguro la dejó algún cachaco. Escala las piedras del espolón y se sienta a mi lado.

Ahora ambos miramos el mar, con un sol dando gritos mientras se ahoga. Escuchamos ese grito en el ruido de las olas que revientan y opacan las bocinas de la avenida. Es un grito suave. Un rumor lejano que pregunta por la risa de Stevenson y las flores. ¿Se lo trajiste a Laura? Pero el muchacho es inocente. La boca de las olas me lo dicen con sus bordes de espumas. Al igual que yo, el muchacho espera que Laura se despierte de su sueño envejecido y que suba hasta la superficie, escalando las piedras, para casarse conmigo. Ni siquiera pudiste metérsela. Me dice el muchacho. No creo que después de tanto tiempo suba para buscar un libro. Lo miro con el sol enrojecido en su cuerpo y los ojos ahogados en la boca de las olas. El viento. ¿Quieres el libro? Le pregunto para que sonría. Y así lo hace. Sí ¿De qué se trata? No me acuerdo, lo leí hace muchos años pero ahora no lo recuerdo casi; creo que es la historia de un hombre que se vuelve malo cuando se toma un remedio. Alejando le da vueltas al libro entre sus manos. Lo mira con extrañeza. Lo abre. Hyde apalea la a su víctima en la ilustración. Cierra el libro y dice: Como mi papá cuando está borracho.

Minutos después vimos el bote. Una sombra sobre lo plateado. Alejandro bajó los espolones y se marchó corriendo con el libro en la mano. Me quede allí, alimentando la boca de las olas que lamian mis manos y me arrebataban una a una las flores. Cuando me quedo con las manos vacías, dejo que el mar las muerda. Que las lama y la hale hasta hacerme caer. Pero solo me escupen y ríen como el viento y el cielo encendido de estas horas.

Entonces me paro sobre las piedras y miro a la avenida, en donde empieza a ser de noche y los autos pasan brillantes, iluminando con faroles que parecen ojos abiertos. Pobres animales de metal. Y me acuerdo de la libélula en mi bolsillo. De mis alas dormidas. Y cuando miro de nuevo al cielo veo los telones caer. El instante tibio en donde el sol se da por vencido y se ahoga definitivamente. Entonces el viento. Mis manos sacan la libélula dormida y el viento. Los dientes del viento. Los labios del viento. Todo eso arrastró a la libélula por el aire haciéndola vivir en un instante oscuro, un reflejo de los faroles en la avenida. Unas alas en movimiento que solo a mí se le permitieron ver, antes de ir a dar contra las piedras.