miércoles, 19 de noviembre de 2008

Casa (primera parte)



Y ahora que cualquier promesa de amor es falsa me dejaré crecer el cabello, la barba y los senos. ¿Qué color me quedará mejor? La peluquera imaginaria me señala un azul muy oscuro, porque mi pelo es negro y largo. Lo compro.
Los Smashing Pumpkins suenan en la radio mientras me inclino a recoger migajas de estos días. Deambulo la casa como una gallina, picoteando aquí y allá sobras de sushi y colillas de cigarrillos. Luego paso la escoba para borrar de la alfombra fragmentos de marihuana salvados del fuego. Y dejo humear otro incienso a la vez que cocino tu ausencia en el pebetero que compramos. Y la tarde cae. Y todo indica haber terminado en la curva de la insatisfacción sexual. Pero un poco más azul.
La de hoy es una tarde fría y empacada al vacio por un cielo de nubes precipitadas, casi en caída libre. Mi avión espera, pero he permanecido fregando. Recolectando piecitas de tu tacto, inclinándome, abriendo mis ventanas, raspando mis pasillos de tu gruñido sangrante, de tu pequeño animal hecho un ovillo en un rincón del baño. Y parece que de un momento a otro fuera a detenerme, que fuera a reclinarme con los brazos cruzados detrás de la cabeza como posiblemente lo harían las casas vacías en el caso de poseer extremidades de este tipo; pero falta empacar la ropa y los libros, lavar los platos y abandonarme a la voz de Corgan mientras mi avión grita.
Toma impulso. Abre los brazos y sin dejar de gritar despega, inclinado hacia un lado y luego alejándose en la noche como un astro diminuto.
Y me quedo.
La peinilla en la mano y los ojos en cualquier otra parte. Limpio como un cadáver tendido al sol. Entonces acerco una silla a la ventana para peinarme largamente en mi reflejo sobre el cristal.
Y miro.
Y me miro.
Con ojos empequeñecidos por el humo que súbitamente entra en la habitación; me busco en el grupo de curiosos que se juntan al otro lado de la ventana
- Salta por la ventana. Salta ya muchacho que te vas a ahogar - Dice uno de ellos, levantando la voz sobre el inentendible rumor de vecinos que ahora corren con baldes de agua y extintores de incendio.
Y patean la puerta.
Pum… Pum… Prum… Prum… Prack.
Ellos corren y yo me peino largamente, como nunca en mi vida había podido hacerlo. Entran lanzando alaridos y baldes de agua. Mis senos empiezan a doler, creciendo en un extraño endurecimiento; luego inflamándose como las cortinas y los manteles.
- A la chica, salven a la chica.
- ¿Y el muchacho, en donde está el muchacho?
- No se – dice otro – estaba aquí hace un momento.
- Vamos amor, apurémonos – Y me sujetan por la cintura como señorita en matrimonio. Me cargan y salen con mis cabellos y mis senos por la puerta principal.
Luego me tienden en el andén de enfrente. Me acarician el cabello largo y azul. Me besan. Quieren hacerme el amor pero no se atreven. Yo estoy acostada con los ojos cerrados, escuchando romperse los cristales.
- ¿Dónde está el muchacho? – Me preguntan. Pero otro responde enseguida.
- Estaba adentro pero parece haber escapado.
Mis manos se mueven entonces, recorren mi cuerpo en busca de los senos y cuando tropiezan con el bulto endurecido empieza la emoción. Los aprieto moviéndolos de un lado a otro. Y abro los ojos y miro aquello que se aleja con luces intermitentes.
- El muchacho… coño yo lo vi, donde está el muchacho. - Me preguntan con las manos en mis hombros. Estrujándome con desesperación. Gritándome. Pegándome. Besándome.
Mi mano derecha responde con un ademan firme, con dirección precisa, sin temor a la pérdida.
Ahora todos me buscan en el cielo.