viernes, 17 de octubre de 2008

Faros



Y me dijo; vamos a verlo morir. Nos pusimos los zapatos y bajamos hasta el patio. Aún estaba vivo; pero se lamentaba desde una lejanía que no podía ser otra que la de sus pasillos internos. ¿No es hermoso? Me pregunta mientras recorre la espina dorsal del animal con su mano. A pocos centímetros de la cola lo vimos aflojar las patas y esbozar aquel extraño gesto de eternidad. Lo demás era la ciudad y la noche.

Lo metimos con cuidado en una bolsa plástica y sin decir una palabra lo guardamos en el baúl del carro. El tablero marcaba las 3:03 A.M. Ella se sentó en la silla del copiloto, dejándome libre el volante. Encendió un cigarrillo con lentitud, permitiéndome contemplarla en sus juegos de asomar pequeños rabos de humo entre la nariz y la boca. A donde lo llevamos; pregunté. No sé, a la playa, lo enterramos allá.

Encendí el auto y pedí unas caladas del cigarrillo. Manipulaba el manubrio con destreza, mientras dejaba escapar volutas de humo que se deshacían en la brisa. La ciudad estaba solitaria. Las luces de los locales caían sobre los andenes, iluminando una puta verde, un mendigo púrpura, un perro azul, una ausencia roja. Nosotras hacíamos de fantasmas. Regocijadas en la velocidad nos limitábamos a observar pequeños instantes de un mundo acaso mas real, un sistema regido por las leyes de la noche, donde las fieras salen a cobrar cuotas de sangre, y la soledad es el lugar mas cómodo y seguro.

A medida que nos alejábamos brotaban las estrellas. Luego una curva, y la oscuridad de una vía rápida. Pequeñas casas de barro y madera surgían en la distancia, como ironías rurales de un pasado construido a tierra y lluvia. Y nosotras con aquel silencio, con aquel cadáver dando tumbos en el baúl, porque hemos tomado una vía irregular que nos conecta directamente a la orilla del mar. Ella sonríe.

Apago el carro. De la radio brota una canción de Tom Waits mal sintonizada; se encendió junto con el carro pero apenas nos percatábamos de la música entre nosotras. Ella enciende otro cigarrillo y acuesta la silla. Su mano es un animal que en la oscuridad embosca a la mía. La toma por sorpresa, la aprieta, la posee: luego la nada. Aquel silencio brillando en los ojos, erizando los poros de una piel a otra. Coloco los pies sobre el volante y reclino la silla al mismo nivel que la de ella. Clap hands sonando al mismo tiempo que esta guerra a la que nos entregamos. Beso. Mano. Abrazo. Baba. Beso. Nadie en la vía.

- ¿No te sientes mal? – La pregunta llega de golpe, y me sorprende con la boca en su cuello.
- No – Respondo al tiempo que reanudo la tarea de reconocerla.

Ella sale del auto. La veo entrecortada por el portazo y las gotas de rocío precipitándose en todos los cristales. Clap hands, clap hands. Apago el radio y abro la puerta. La brisa del mar entra bajo mi vestido y lo infla: las flores parecen crecer sobre la tela y en medio de la oscuridad, agitándose con violencia mientras camino hacia ella.

Pantalones azules, tenis y camiseta. Adentro se debate un hermoso animal de cabellos sueltos y manos de azúcar. La sigo hasta la orilla del mar. Nos sentamos en la arena, mirando la luz intermitente de un faro a la distancia.
- ¿Crees que alguien vive allí?
- No, en esos faros no vive nadie; solo son una estructura de metal flotando en el agua.
- ¿Alguna vez has visto un faro donde viva alguien?
- No
- Yo tampoco – Lo dice al tiempo que ataca con su mano; subiendo delicadamente la espalda y jugueteando con el cierre del vestido.
- ¿No te sientes mal? – Contra ataco.
- No debería, no fui yo quien puso veneno en su comida.
- No hubiese sido yo si no me hubieras obligado. - Lo digo con la cálida sensación de la histeria acelerando mis latidos.
- No lo hice.

Y el mar allí. Lamiendo y relamiendo la fría piel de la arena. Un poco mas acá nuestros pies, escarbando pequeños agujeros que tapamos al instante. Ella baja por completo el cierre de mi vestido. La brisa lo infla. Ella fuma.

- ¿Donde lo enterramos? – Pregunto.
- Por allí, ¿importa un lugar específico?
- No se, no me gustaría que me enterraran así nomás, menos mis padres.
- No somos sus padres.
- Si lo somos, las dos fuimos su mamá.
- Hablas como mi madre, que asco. - Su silueta se aleja hacia el automóvil. Luego aparece forcejeando con la bolsa, haciendo surcos de arena con el cuerpo del animal que se adivina entre el plástico oscuro. Lo arrastra hasta la orilla y allí se detiene. Es apenas una silueta de pantalones azules que inclina la cabeza como si estuviera llorando. A lo mejor si lo hace. A lo mejor lo haga por los hombres que viven en los faros.
- ¿Estás bien? – Le pregunto, aun sentada; aun mirando la luna sobre mar y aquella luz intermitente donde no vive nadie.
- Sí.