miércoles, 9 de febrero de 2011

La escalera del cielo



La imaginación es un lugar donde llueve
Ítalo Calvino.


1. Un desierto

En la boca entreabierta tenía una piedra blanca. La barba era de toda la vida, al igual que la maraña que caía trenzada en nudos hasta la mitad de la espalda. Aun parecía dormir. Era conmovedor verlo en posición fetal, como un saco de huesos y piel abandonado en mitad del desierto. Ese dolor adulto arrugándole la expresión. Los brazos estirados y las manos aferradas al sexo. Un hilo de sangre corre entre los dedos mugres. Gotea sobre la arena. Pero no despierta.

2. Una tienda de barrio

Una vez me comí un pájaro muerto. Una mariamulata. La encontré en el jardín de la mujer que le gusta rascarme el lomo. Ella nunca me da nada de comer pero me gusta como huele. Dulce aunque no tanto como la muerte. La muerte se sabe que es muerte. Por eso pude encontrar el pájaro entre los matorrales. También por eso supe que se iba a morir el hombre de la tienda.

A ese también le gusta rascarme. Algunos días está furioso y me pega. No sé porque no quiere que me coma todo eso que hay en las bolsas que se llevan los hombres del camión. De todas formas ya no me importa porque el hombre de la tienda es bueno. Yo le ayudo a cuidar toda la comida. La gente siempre deja comida en el piso. Cuando la escucho caer olfateo. A los hombres siempre hay que olerlos para saber qué energía tienen. El de la tienda ya olía a muerto. Por eso me acordé del pájaro cuando lo vi.

Él me llamó como cuando quiere tocarme. Besando el aire y diciendo Joe Joe Joe. Yo también fui hacia él caminando con las orejas bajas y meneando la cola cerca del suelo. Algunas veces me daba comida después de sobarme la cabeza. Por eso me gusta quedarme en la tienda.

Cuando estuve cerca empezó a darme golpecitos en la cabeza con la palma de la mano. Yo creo que eso fue lo malo. Que me tocara teniendo la muerte cerquita. Sentí dolor. Como si me picara una avispa detrás de la cabeza. Salí corriendo de la tienda porque eso me dio miedo. Desde la mitad de la calle empecé a ladrarle.

A uno nunca lo entienden.

3. Un desierto.

Luego abría los ojos. Muy lento. Como si en realidad no quisiera despertar, pero poseído también por el inevitable impulso del nervio y la sangre que se obliga a seguir su curso. El desierto se repetía en el desierto, grano a grano, como él se había repetido segundo a segundo, durante toda la vida. También estaban las dunas a lo lejos. El cielo como un domo azul de nubes bajas y lentas. Los cinco perros negros que se acercaban corriendo. Todo aquello se fue aclarando ante él, como si abriera delgadas cortinas con la mirada. Cuando llegó la nitidez también lo hiso el miedo. Sacó la piedra de su boca y la guardo en el puño.

Volvió a ser un humano que corría por el desierto. La arena le desollaba los pies. A lo lejos veía las dunas. Una profundidad en la cima lo invitaba a seguir. Esperaba escalar la montaña arenosa y que esa profundidad fuera una cueva en donde esconderse. Pero era difícil correr sobre la arena caliente. Los perros se acercaban jadeantes. Cuando miraba hacia atrás podía verlos. Fue entonces cuando su pie contra su otro pie chocó. Es hermoso ver caer a estas criaturas.

En el primer momento están suspendidos en el aire. Aflora un gesto de sorpresa. En los ojos una señal de dolor antes del dolor. Luego ya no parecen tan cómodos y uno ve las piernas retrasándose a la velocidad del cuerpo. Se ponen rígidos para resistir la caída. El gesto de sorpresa se vuelca a resignación. Es normal que se confundan y ante eso ¿qué mejor solución que la de permanecer rígidos? Chocan en la arena y rebotan para volver a chocar y revotar para volver a caer, como una piedra pateada.

Algunas piedras no ruedan lo suficiente. Su caída fue rápida. Viró inmerso en una nube de polvo hasta detenerse bocarriba, con los brazos y las piernas apuntando a cada extremo. Su cabeza daba vueltas cuando sintió los perros.

Los dejó babear, olfatear, lamer, apretar y besar su sexo. Los cinco se habían concentrado allí. Mordieron hasta romper la carne.

4. Una tienda de barrio.

Fue cuestión de tiempo aprender la soledad. A ser un hombre que envejecía detrás del mostrador de una tienda a la que había bautizado con el nombre de un viejo amor. La Gloria.

En la cuadra pasó de ser el promisorio Lucho al viejo y miserable Don Luis. Con cincuenta cumplidos, su máximo logro fue comprar una mesa de billar para los borrachos del barrio. Atendía de lunes a lunes, sentado bajo el estrecho cuadro de luz que se filtraba entre las tejas de eternit. Una radio destartalada sonaba todo el tiempo detrás de él. Cuando había poca clientela, Don Luis subía el volumen y bebía cerveza en silencio. Dejaba descansar la mirada sobre los vidrios que coronaban la pared en la casa del vecino.

Nada y todo pasaba por su mente. Los recuerdos o las ocurrencias se sucedían mientras concentraba su atención en el destello de los vidrios incrustados en la pared como una dentadura. Si entrecerraba los ojos, el destello se alargaba hasta tocarlo, formando una escalera de luz, una trocha ardiente, una ruta de emergencia que aun no se atrevía a tomar.

Le parecieron ideas peligrosas. Caminos que lo llevarían a una frustración mayor. La de él era ya una herida reseca. Un mal recuerdo que esterilizó su juventud. El matrimonio fue un error a los veinte. También el niño. Visualizaba la oscura noche hedionda a ajo y aceite de cocina, cuando lo engendró. Después de escupir la semilla permaneció sobre el cuerpo de Gloria, ensartado en su sexo peludo. Luego lo venció el cansancio y delicadamente resbaló a un lado de la mujer. A la mañana siguiente despertó aterrado por el sueño y los gritos de su madre. Gloria lo escondió bajo la cama y se vistió de empleada para ayudar a buscarlo. Apareció cuatro horas más tarde, diciendo que había pasado la noche en casa de un amigo. Días después le contó a Gloria del sueño en donde corría desnudo por el desierto y cinco perros negros lo perseguían hasta castrarlo. Ese mismo día, Gloria le dijo que estaba embarazada.

Desde entonces aquel sueño se hiso repetitivo. Con el tiempo, aprendió a descifrar su naturaleza anunciadora. El sabor a presagio en la espesa baba de las mañanas, antes de alguna calamidad, por trivial que fuese. El día de la muerte de su madre. El de su matrimonio. El del nacimiento de su hijo. El día que se emborrachó y golpeó a Gloria hasta hacerla escapar. Ese otro en que le robaron la caja registradora. Todas aquellas mañanas había despertado aturdido por el sueño de los perros que lo seguían en el desierto. La interpretación fue siempre la misma. El desierto destruye el cuerpo y alimenta el alma. La calamidad era el desierto y su dolorosa travesía. Los perros eran el alma. Despojaban al cuerpo de su ego viril, de su impulso de permanecer y multiplicarse. El tiempo lo había provisto de argumentos para llegar a tales conclusiones. Esa mañana fue suficiente para dudar.

Nada sospechó al despertar. El día era igual de amnésico y común. Salió a dar una caminata por la playa después del desayuno. Le gustaba el color del mar a esa hora. Plata azulado, decía entre dientes, cuando la brisa le golpeaba la calva y le inflaba la camiseta. Avanzaba bordeando la orilla que lamia sus pies. No tardó en encontrar a los pescadores que tiraban de la atarraya. Buscó un lugar entre los pocos curiosos. Los pescadores tensaban los músculos bajo la piel negra. Se contaban la vida mientras hacían la pesca.

Fue allí cuando escuchó al hombre de la gorra hablar del sueño que había tenido en la noche. Sintió escalofríos cuando mencionó el desierto y la carrera con los perros que lo castraban al final. Pensó en acercarse al pescador y decirle que él también había soñado lo mismo durante varios años, pero no se atrevió. Temía colocarse de pies y enfrentar al otro con malos presagios.

Compró un par de peces y se marchó sin pensar en otra cosa. Si otras personas podían tener el mismo sueño que él, entonces no estaba solo. Existía un lugar común para todos. Un desierto para ser sacrificados. Una idea regocijante saber que otros comen la misma mierda que uno. De allí el optimismo al abrir la tienda. El tierno carisma con el que se permitió subir un poco el volumen para escuchar la música mientras barría el lugar. Cuando vio al perro lo llamó para acariciarlo. Le gustaba el cuerpo zungo del animal. La emoción cuando le permitía su mano y repetía Joe Joe Joe, besando el aire. Nunca esperó la mordida.

El perro salió chillando inexplicablemente. Luego empezó a ladrarle desde la mitad de la calle, mientras él apretaba la mano atacada. Había un destello extraño en los ojos del animal. Sintió miedo y por eso no le contestó el golpe. Se limitó a volver detrás del mostrador y clavar los ojos en la paredilla del vecino. Por primera vez le gustaron aquellas escaleras de luz que salían desde la pared. Esos caminos ígneos hasta el cielo, lejos del mundo.

5. Un hombre.

No podía hacer otra cosa. Decir que el sueño es malo era invitar a la humillación y el cotorreo. Para ellos no tiene la misma importancia. No lo han soñado tanto. Los veo flotando sobre el agua platazulda y me gustaría ser como ellos. Negro. Fuerte. Con los ojos lavados por el mar. No ser este. ¿Don Luis a cuanto la bolsa de leche? ¿Don Luis usted por qué vive solo? ¿Don Luis es verdad que usted tiene un hijo que es marica?

Todos los días me escupen en la cara algún episodio del pasado. Me di cuenta que estaba viejo cuando dejó de importarme. Sin embargo no es suficiente para abrir la jaula. El muro de hielo que me aísla es enorme. Nadie percibe el cutre en mi cuello, la uña larga del meñique izquierdo con la que rasco mi oído, las manchas de nicotina que nunca se borraron. Por eso no me atreví. Para ser sincero, tampoco me importó en el momento.

La cuestión me vino a preocupar cuando me mordió el perro. Tenía años sin que algo así me pasara. Se me ocurrió que ambas cosas estaban conectadas. Eran sucesos separados que formaban parte de un mismo acontecimiento. A lo mejor si le hubiese hablado del sueño al pescador, Joe no me hubiera mordido. A lo mejor el hombre entendería o incluso otros hubiesen confesado haber tenido el mismo sueño antes.

Estaba dándole vueltas a todo eso cuando llegaron los dos muchachos en la moto. Los observé hablar con los cascos puestos. Luego el parrillero bajó mirando hacia la tienda. Se quitó el casco y lo entregó al otro, que se fue enseguida.

Era un muchacho debilucho, con las uñas pintadas de negro y el cabello de naranja. Un bozo adolecente le cruzaba el labio. Los ojos fueron lo más familiar. Parecía contar los pasos a medida que se acercaba. Metió las manos en el bolsillo y sacó un billete arrugado. Lo planchó un par de veces en el mostrador.

- Una gaseosa.

No le quité la mirada por un momento. Trataba de descifrar lo evidente. Un gesto antes visto. El brillo de ella. Luego fingí no saber. Saqué la gaseosa y la puse sobre el mostrador. El muchacho miraba los estantes con bolsas de detergente, los canastos con yuca, plátano y cebolla. Tomó la gaseosa y dejó resbalar media dentro de su garganta. Caminó unos pasos afuera de la tienda y eructó. Fue allí cuando las cosas se pusieron raras.

- ¿Usted no se acuerda de mi, verdad?

Se había recostado a la esquina del mostrador. Lo miré sin saber que decir, pero sin titubear. Los años enseñan a ser inexpresivo.

- Yo nací aquí, como la gente de antes que nacía en las casas
- ¿Cómo está tu mamá? – contraataqué.

El muchacho recibió aquello como un golpe. Lo pude ver en la forma de parpadear. Suspiró con los ojos en las baldosas y luego dijo.

- No importa – luego de un silencio agregó – No hace falta. Está muerta en todo esto entre usted y yo.
- ¿A qué te refieres con eso de entre usted y yo?
- No te guardo rencor viejo. Pero mami…

Hablaba extraño para su edad. Como si leyera las palabras en su mente antes de reproducirlas con una voz que intentaba sonar adulta. Sacó una cajetilla de cigarrillos del pantalón. Me ofreció uno y negué con la cabeza. Le ofrecí fuego para que encendiera el suyo. Sus manos temblaban cuando le acerqué la mechera.

- ¿Gloria sabe que fumas?
- No quiere saberlo. Me hice un tatuaje y tampoco me dijo nada. ¿Quieres verlo?

No esperó a que contestara. En su antebrazo derecho me mostró un dragón que se mordía la cola formando un círculo. Era un dibujo rústico, tallado sobre la piel aun inflamada.

- Es un uroboro, representa el movimiento cíclico de todas las cosas.

Terminó de hablar acodado frente a mí, del otro lado del mostrador. Estaba más nervioso que yo. Aspiró un par de bocanadas profundas y luego se alejó unos pasos.

- Déjame verte bien - dijo

No supe que hacer. A decir verdad había logrado intimidarme. Cuando di los primeros pasos sentí que me temblaban las piernas. Recordé a Gloria. Ese brillo autoritario que permanecía en ella como una dignidad resignada. Se parecían mucho.

Él no quitó sus ojos de los míos. Luego me abrazó lento, como en una ceremonia. Su cuerpo era muy delgado. No se despegó para hacerme la pregunta.

- ¿Qué crees que le pasa a la gente cuando se muere?

Traté de mirarlo a la cara pero fue imposible. El muchacho seguía aferrado a mí. No me atreví a usar la fuerza para separarlo.

- ¿Por qué me preguntas?
- Mi mamá siempre decía que en la otra vida podré conocerte mejor. Que tú no eres un mal hombre.

Desató el abrazo con la misma parsimonia. Lo miré fijamente. Tenía los ojos húmedos.

- Yo creo que cuando uno se muere pasa a ser imaginario. No sé como explicártelo. Te vuelves todas las posibilidades o algo así…

El muchacho intentó digerir lo que decía, pero noté que lo desechó con asco. Meneó la cabeza un par de veces. Le puse una mano sobre el hombro.

- ¿Gloria está bien?

Se deshizo de mi mano y caminó hasta salir de la tienda. Lo vi alejarse sin volver la mirada. Luego lo llamé un par de veces y fue inútil.

Salí detrás para verlo doblar la esquina. Aun me temblaban las piernas cuando quise volver adentro. No recuerdo para qué. De todas formas importa poco comparado con lo que ocurrió.

Observé largo rato la curva pavimentada por donde él se había ido. Solo Joe pasaba cansadamente de calzada. Quizá iba a la tienda. No le presté atención.

Intenté recapacitar. De pronto se me ocurrió eso de nuevo, que todo formaba parte de un solo acontecimiento. El sueño del pescador, la mordida de Joe y el encuentro con mi muchacho. La cuarta revelación fue fulminante. De camino a la tienda escuché el disparo.

Como un beso caliente en el cuello. Una mordida tibia. Los ojos de un perro que se acercan cuando caigo al suelo y no he terminado de caer. Casi difuminado. Liviano y escurridizo como el alma que ahora es piedrecita de carretera. Cucharita olvidada a un lado del andén, colocada para mi contemplación de caída y rebote. De quiebre y sueño. La luz serpentea desde el filo de la cucharita acostada en el piso como yo. Quema cuando baja a mi cuerpo. Y es desierto. Y sexo. Y cielo hondo donde vuelven a asomar los ojos del perro. Babita. Babita. Lamidita. Hasta saber que el sueño era otro.