domingo, 15 de marzo de 2009

Una buena mujer




Habría sido una buena mujer, si hubiera tenido a alguien cerca
que le disparara cada minuto de su vida.

Flannery O`Connor.

Tomó la nevera por la manigueta y sintió la súbita corriente acalambrándole el brazo. La otra mano se abrió al impacto, dejando caer el vaso de vidrio que fue a dar contra las baldosas. Los cristales salieron disparados en fragmentos diminutos. Si hubiese visto su rostro en aquel momento, si alguien, por maldad o benevolencia, le hubiera colocado un espejo ante los ojos, hubiese pensado que la belleza solo se hace presente en los momentos menos indicados.

Limpió el accidente sin dejar de sentir el hormigueo. Los cristales se agruparon, transparentes y peligrosos, sobre el plástico verde de la pala para basuras. Los dejó caer al interior del tinaco, junto a unas conchas de plátano y el periódico de la mañana.

Tomó otro vaso en la repisa y lo llenó directo del grifo. Bebió en silencio. Con los ojos fijos en el mosquito que abría sus patas sobre las baldosas blancas de la cocina. También aquello era hermoso. También lo eran los ratones.

La noche anterior había visto uno, acurrucado en el agujero que los roedores han tallado en la madera de la ventana. Una criatura gris y diminuta que hacía pensar en su pequeño corazón acelerado. Quiso tocarlo. Sentirlo cálido y aterciopelado bajo la poderosa mano dotada de la violencia necesaria para exterminarlo de un solo golpe. Pero no lo tocó. Ni siquiera le habló con las palabras inesperadas que resonaron dentro de su cabeza.

Solo lo miró. Giró repetidas veces, haciéndole el quite a la instintiva destrucción de su lado más infantil. Aquel impulso violento de cerrar el puño y dejarlo caer con fuerza, con ternura y con miedo sobre el escuálido cuerpo del ratón. Aquella vergüenza de animal curioso.

Terminó por cerrar los ojos. Por encender la televisión y rectificar que Alvarito dormía. Lo demás fue ella y el insomnio. Aquella mañana si acaso recordaba el ratón. Vistió a Alvarito con el uniforme del colegio y antes de dejarlo subir al autobús le plantó un beso en la frente, como los que le regalaba su padre. Lo miró alejarse tras la ventanilla y aun así le deseo un feliz cumpleaños, con las manos en el pecho y las palabras exageradas en gestos silenciosos. Luego limpió las habitaciones. Tendió las camas. Recogió los juguetes que Alvarito había dejado sobre la mesa del comedor. Tuvo tiempo de ver la novela de las nueve, pero sin darse cuenta se había quedado con los ojos en la ventana, atrapada en una secuencia de rápidos pensamientos que no concretaban nada, solo que estaba sola y que el gran espectáculo de su vida declinaba precipitadamente.

Los locos días de su adolescencia le permitieron desarrollar un comportamiento tolerante, una resignación feliz que a los treinta años le dio la apariencia de una mujer joven y hermosa, gozando de la protección conyugal de un hombre bueno e inteligente. Pero los días se acumulan. Se endurecen en el recuerdo. Y todo pierde la humedad de la aventura. La resequedad de sus cuarenta años la empalidecían, asimilándola a un objeto mas, acomodado por ella misma en el discreto apartamento que le dejó la separación y la inescrupulosa felicidad de una nueva razón para odiar los días.

Fue entonces cuando apagó la televisión y decidió tomar agua antes de salir a comprarle un regalo a Alvarito. La electricidad hiso lo suyo y algunos cristales pequeños se clavaron en su pierna. La belleza en el rostro, y más tarde en la pared. El mosquito se extendía, como una araña dotada de alas. Era diminuto e imponente al mismo tiempo. Era hermoso. Pero ella sintió aquella necesidad. Aquel impulso de aplastarlo y manchar las baldosas. Tal como le había ocurrido con el ratón la noche anterior.

Dejó el vaso sobre la mesa y abandonó el apartamento. Lloviznaba. Hacia frio. Era jueves. Una torta para Alvarito. Un regalo para sus ocho años de estar muriendo. ¿Qué le gustará? Entornó los ojos. Los autobuses pasaban envolviéndolo todo en el ruido de las llantas sobre el pavimento mojado. Y el humo. Y los cigarrillos. ¿Qué le gustará a Alvarito? Pero sonriendo esta vez, porque sabía que el niño añoraba una mascota. ¿Un French Puddle? ¿Un Fox Terrier? Cruzó una avenida congestionada y cuatro cuadras después entró en la tienda de mascotas. Un Beagles. Escogió el que tenía los ojos más tristes y abandonó el lugar con el canino juguetón pataleando entre sus brazos y lamiéndole la cara.

El camino de vuelta parecía más corto. La boca del animal olía a leche y a infancia. Su pelaje era suave y de colores bien definidos. Lo abrazaba. Lo olía con arrebatos maternales y con miedo. Aterrada de aquella soledad; sabiéndose vulgar y atenta al inicio de su ruina. Apenas llegó al apartamento dejó el cachorro sobre las baldosas y agradeció no haberse salido de control. No haberlo aplastado sobre su pecho hasta degollarlo de ternura.

Alvarito no se lo hubiera perdonado. Era tan difícil el niño. Tan hermoso e incomprensible. Lo recordaba varonil, pegándole a alguno de sus amigos en la barriga o mirando caricaturas antes de dormir. También sabía jugar al futbol y bailar. Pero conservaba aquella naturaleza depredadora que disimulaba el amor por la muerte, haciéndolo parecer una mórbida intimidad. Le había encontrado una revista pornográfica entre los libros del colegio. Le había escuchado decir vulgaridades. Le había regañado. Le había pegado y besado. Pero sentía que todo aquello quedaba suspendido, flotando a pocos centímetros del niño y su temperamento rebelde.

El niño, en cambio, sabía manipularla. Era duro y ruidoso como el recuerdo de su padre. Alvarito quería una mascota y ella estaba allí para dársela, para demostrarle y decirle que el amor por él la volvía loca y por eso también lo odiaba, lo acribillaba con mimos dirigidos hacia su poca edad y su cercanía a la inocencia.

La mascota se adaptaba rápidamente al apartamento. Ella le improvisó una cama con cartones y una toalla vieja. El animal se tendió allí, con la cabeza sobre una de sus patas y los ojos pestañeando de sueño. Entonces encendió la televisión y dejó ocurrir los programas mientras esperaba a Alvarito. Y pensó que todo aquello también era hermoso. Que durante toda su vida no había hecho otra cosa que quejarse de las cosas buenas que le habían pasado. Que era idiota, y por lo tanto una buena mujer.

Alvarito llegó a la una de la tarde. Lo sintió caminar por el pasillo con olor a lápices y recreos. Su voz era fuerte. Cuando llamó a la puerta ella se sorprendió. Algo de aquellas palabras recordaban la violenta seducción del padre. Su golpe sobre los glúteos y el beso de cada mañana. Escondió el cachorro en la habitación y caminó hacia la puerta.

Lo reconoció. Lo abrazó. Lo beso con el cariño y la dedicación de una buena madre. Alvarito limpió los besos deslizando una mano sobre su mejilla y se tiró cansadamente sobre el sofá. A un costado había dejado caer el pesado morral. Ella se acercó al sofá y tomando el morral de la correa se dejó caer en el suelo, al tiempo que cruzaba las piernas.

- ¿Cómo te fue en el colegio? - Preguntó mientras abría el maletín. El olor de los cuadernos impregnó el ambiente de inmediato.
- ¿Qué haces, deja eso? – Reclamó Alvarito al descubrir las manos de su madre escarbando en el maletín. Y ella reconoció aquella voz hablando en la pequeña boca del niño.

Y ella guardó silencio. La tosquedad del niño la enamoraba, y por lo tanto la volvía vulnerable a sus ataques histéricos. Con el tiempo había aprendido a ser culpable. El niño crecía. El niño se volvía un hombre saludable. Hormonalmente inquieto y atractivo. El niño estaba vivo, y por lo tanto moría. Ella era la culpable de su muerte gracias a la vida que incubó durante meses bajo la ciega felicidad de un matrimonio joven. Los ladridos del cachorro y la lluvia decían lo demás.

El rostro del muchacho experimentó una extraña transición. Una belleza que dejaba entrever lo terrible de su afecto. Ella lo miró y sintió miedo. Como el ratón o como el mosquito de la cocina, comprendió que la felicidad del hijo se soportaba en su creciente ruina. Alvarito sonrió, y aquella sonrisa fue como una mano inmensa que, pretendiendo dar una caricia, terminó por aplastarla.

Se le aguaron los ojos, pero Alvarito no estaba allí para saberlo. El muchacho corrió hacia el baño y ella seguía en el piso, con las manos dentro del maletín y los ojos cerrados. Aquella era la felicidad. Aquella era la vida exitosa y el cumplimiento del deber. Para que a Alvarito no le falte nunca nada. Para que a ella le falte todo y poder permanecer allí; sentada de aquel modo ridículamente juvenil y escuchando la risa del muchacho, los abrazos del muchacho, la fuerza del muchacho apretando el cachorro contra su pecho, haciéndolo llorar. Cada vez más alto. Cada vez más fuerte. Cada vez más feliz.