domingo, 24 de abril de 2011

A puerta abierta



Negro se abre el portón, yo canto:
¿Cómo hemos vivido aquí?
Paul Celan

A
Estábamos en la cama, con la sábana hasta los hombros y la televisión encendida. La pantalla mostraba una larga fila de guerrilleros bordeando un camino montañoso, luego algunas tomas de combate y una serie de políticos, modelos y deportistas que hablaban lamiéndome el pie.

Apenas asomado por debajo de la frazada, de tal forma que se confundía con la imagen, la contemplación de mi extremidad sobreexpuesta a los vaivenes televisivos de mi mujer, me daba una leve sensación de virilidad, tener el control, las manos en las huevas, los ojos en la pantalla, la cabeza en la mierda. Era la mejor manera de pasar la noche juntos desde que me despidieron de la fábrica.

La televisión nos reconciliaba. Anestesiaba. Nos sabíamos solos y amarrados en una jaula de puertas abiertas. Por eso debía permanecer encendida todo el tiempo, iluminando la noche entera. En la mañana, con un letrero rojo que decía Mute, opaca y brillante nos recibía del sueño, mostrando el noticiero y las nuevas imágenes del mundo.

Esa noche yo seguía con eso de pisar la pantalla de lejos cuando todo se apagó.

B
Puntos fluorescentes sobre fondo oscuro. Diez minutos mirando el cielorraso. Aun no escucho lo que quiero. La pregunta también se me vuelve escurridiza, pero fui yo la que se atrevió a escupirla cuando el apagón. ¿Cómo fue? ¿Dónde? Tampoco me interesa. Con el aburrimiento la boca se me abre e indaga por cualquier cosa. Siempre una palada, una palabra, un pozo en su memoria. Lo obligo a bracear en las aguas del recuerdo y me complace. Insisto en pedir la respuesta, aunque ya no recuerde la pregunta. A esta hora es solo la escusa mientras llega la hora irme. Eso también lo sabe. Bracea y ya no se ahoga. Bucea en el recuerdo mientras espero mirando los puntos de luz latiendo en la oscuridad. Ya no me complace ni decepciona su silencio. Buscamos una forma de pasar el tiempo. Se sabe lo que vendrá. La caricia permitida. El amor a media asta. A la hora indicada, la puerta que cruzo sin mirar atrás.

C
Y ella gemía con todas las hembras adentro. Con el palo atravesado y la soledad a cuestas, dándole por el culo.
Luego,
con olor a Eva se retorcía a la última mordida.
Circe.
La serpiente que mira desde sus ojos.
Dalila.
La tijera de su sexo
Madre.
¿Por qué siento frio?

D
- ¿Puedes dejar de hacer ese ruido?
- Respiro así
- Cállate que estoy tratando de llamar

Ella estaba sentada al borde de la cama. Le angustiaba la oscuridad.

- ¿Aló?... ah…

Apagó el teléfono con un tirón del brazo, queriendo atravesar la tecla que colgaba la llamada. Luego se puso de pies y caminó tanteando hasta dejar el teléfono sobre la mesa que estaba al frente de la cama, pegada a los pieseros. Miró buscando al marido. No podía distinguirlo de la sombra. Se preguntó si él también intentaba observarla. Empezó a hacer movimientos con los brazos.

- Me avisas cuando despegues

Rieron al mismo tiempo. Era un momento agradable que pocas veces sucedía.

- Pensé que no podías verme
- Siempre te veo

Ella no agregó palabra. Subió con agilidad sobre la pequeña mesa y empezó a bailar de forma torpe pero sensual. Queriendo imitar los pasos de las bailarinas en los videos de reggaetón.

Él pudo encontrarle la clave. Tac – toc toc Tac – toc toc. Golpeaba con los nudillos sobre uno de los largueros de la cama. Lo enternecía que ella olvidara la rabia para invitarlo a jugar. Los carros que cruzaban al otro lado de la ventana lanzaban fogonazos de luz que la hacían surgir de la sombra, perdiendo equilibrio para caer intencionalmente sobre él, amorosa como en los primeros días.

Se miraron en la oscuridad y él habló.

- No te vayas

Ambos reaccionaron con un sobresalto al escuchar el sonido del teléfono que les abortaba la magia. Ella se arrastró con pereza hasta alcanzar la bocina y contestar.

- ¿Bueno?... Hola… Si, más o menos… ¿En cuánto? Bueno, si bueno. Yo también.

Volvió a dejar el teléfono sobre la mesa. Cuando se acostó lo hiso de espaldas al marido.

- Tengo que vestirme
- ¿No puedes decirle que otro día?
- No, dijo que salió para acá

Él miraba los trazos de luz que ahora se deslizaban en el cielorraso. Respiró con profundidad y expulsó una columna de aire que finalizaba con un silbido.

- ¿Por qué mierda haces eso?
- ¿Qué cosa?
- Ese ruido que sabes que me irrita - Contestó mientras se incorporaba y empezaba a vestirse con la ropa que recogía del suelo

Cuando terminó, estuvo un rato mirando a la sombra del marido. Tomó del suelo unos pantalones y empezó a revisar los bolsillos.

- ¿Qué buscas? – Preguntó él.
- ¿Tienes un cigarro?
- Dejé de fumar
- No soy estúpida, cuando entro al baño huele a cachimba

Él permaneció en silencio unos segundos. Pocos en realidad, aunque eternos para ella. Luego se acostó boca abajo. Nunca le daba el rostro cuando estaba por descubrir una herida.

- ¿Es con el tipo ese que tienes la reunión, verdad? ¿Con el italiano?
- Es un negocio muy importante
- ¿Tres reuniones y no han cerrado trato?

Volvió el rostro para mirar la sombra de la mujer y deseó que se marchara, pero no se lo dijo. Cuando abrió la boca lo hizo de forma impulsiva, sin pensar, queriendo recuperar la armonía.

- En la cocina
- ¿Qué cosa?
- Los cigarrillos, están guardados en la cocina, en uno de los potes de galletas.

Al instante se arrepintió. Ella salió de la habitación. Mientras volvía a enterrar la cabeza en la almohada, la escuchó moverse a lo largo del diminuto apartamento, destapar uno de los potes y encender un cigarro.

Luego la imaginaba respirando humo, quizás mirando la calle por la ventana, o tal vez acostada en el sofá. No sabe cuánto tiempo permaneció de esa forma, en posición semifetal y con los ojos cerrados, jugando con las diversas posibilidades de lo que hacía su mujer en la sala, sin sentir el leve descenso que poco a poco lo sumergió en un sueño liviano.

Minutos más tarde, con la reconexión de la electricidad, abrió los ojos. Lo encandiló la intensa luz amarilla de la habitación. Luego de restregárselos y aguzar el oído decidió ponerse de pies. Salió con la esperanza de encontrarla dormida en el sofá.

La sala estaba oscura y vacía, con la puerta principal entreabierta. Caminó hasta sujetar el picaporte, y volvió a cerrar los ojos, esta vez concentrado en la voz de los adolecentes que reían en el piso de abajo. Eran varios. Las muchachas lanzaban carcajadas mientras los chicos hacían chistes con virilidad, casi a los gritos. Recordó a su mujer. La vio por primera vez en un partido de futbol. Ella era la novia del portero en el equipo contrario. Logró seducirla con cuatro goles, el último fue un penalti que desató una batalla campal entre ambos equipos. Sonrió al tiempo que ajustaba la puerta.

Con la sonrisa fija se tiró en el sofá. Se le había endurecido el recuerdo a la boca, y ahora aquello se volcaba a gesto horrible, de labio duro y boca estirada. Luego se quebró. Cedió a la presión interna que le hacía doler la garganta y los ojos mientras le sacaba lágrimas.

Así lo encontró la mujer cuando volvió empujando con delicadeza la puerta ajustada.

- Está bien – Le dijo mientras se arrodillaba al lado. – Todo va a estar bien.